El rol de la escuela y los adolescentes tecnológicos

El rol de la escuela y los adolescentes tecnológicos
Trabajo premiado como mension especial en el concurso de la casa de Ana Frank. 2012
Lic.Analia Goldin

¿Qué pasa que no me escucha? ¿Acaso no hablamos el mismo idioma? ¿Por qué parece que vive en otro mundo?
Preguntas como estas son cada vez más frecuentes en relatos de adultos, padres o docentes, luego de intentar sucesivas veces establecer un diálogo con algún adolescente.
A medida que la tecnología avanza y nos acerca a medios de comunicación cada vez más sofisticados, la presencia del otro, visible a nuestros ojos, se desvanece. Casi podríamos llegar a decir que se hace más fácil comunicarnos a través de una pantalla o un teléfono, que frente a una voz o una mirada.
La escuela a su vez, como institución, sufre las consecuencias de dicho proceso. Para comenzar a desandar ese camino leamos juntos El Diario de una docente de escuela media:
“Hoy es miércoles a la mañana. Es una mañana cualquiera, de cualquier día del año. El cansancio asoma en mi cara.
Subo la escalera de la escuela pensando en los próximos 80 minutos. Repaso para mis adentros la planificación de la clase que daré.
Vuelven a mi mente algunas cuestiones que fueron analizadas en la última reunión de equipo.
Mi objetivo es enseñarles historia argentina. Palabras como independencia, valentía, trabajo, valor, forman parte de la planificación de mi día.
Ardua es la tarea de enseñar historia a adolescentes, a jóvenes que sólo piensan en sus respectivos presentes.
Tengo el gran desafío de interpretar el pasado en pos del futuro a la luz del presente, de jóvenes de entre 15 y 16 años insertos en la era del zapping.
Llego al pasillo, libro en mano, con la sensación de que todo está en orden.
Ingreso al aula y digo “buen día”. Silencio. Levanto la vista y encuentro el aula medio vacía. Lentamente se va llenando de alumnos que regresan del recreo con cara de aburridos, me pregunto si la misma es debida a la clase o les pertenece como marca de identidad.
En un intento de que el tiempo haga lo suyo comienzo a llenar el libro de tema, borro el pizarrón y armo la escenografía pertinente, esperando que el silencio se adueñe del aula para comenzar a trabajar.
Nada. Levanto nuevamente la vista y veo una escena que no es la deseada, o por lo menos la planificada, pero ésta es cada vez más frecuente.
De los 30 alumnos que habitan el aula, en un rincón se encuentran cuatro varones jugando al truco.
Les pido que guarden las cartas y gritan al unísono: “¡Esperá que terminamos la partida!”. Intento sentir que el interés por mi clase no compite con una partida de truco, pero mi sentido común me dice que la batalla está perdida. Ante esta situación me doy vuelta hacia ellos, mientras que un: ‘truco, quiero vale cuatro’, se apodera del aula, acompañado de golpes en las mesas. Sencillamente, como si no hubiese pasado nada, les recuerdo su pedido: la partida terminó. Yo negocié, ahora les toca a ellos cumplir y disponerse a comenzar a trabajar. Todo esto sucede a través de mi vos calmada, mis palabras no dejan vislumbrar ningún sesgo de exaltación (tono que mi traumatólogo, kinesiólogo y osteópata me recomendaron para que mis cervicales no comiencen a protestar).
En otro rincón del aula, otras cuatro cabezas se amontonan sobre una hoja. Cuatro cabelleras largas tapan un papel con un contenido desconocido para mí. Les pido que lo guarden y que acomoden las mesas, ante mi pedido la respuesta es un grito de: ‘Tenemos un problema muy importante. No podemos esperar’. Y las cuatro cabelleras vuelven a mezclarse sin más.
En el medio del aula otros varios dormitan con sus capuchas en forma de almohadas tapando el banco, mientras otros tantos conectados a sus MP3 escuchan música.
Aprendí a pedirles simplemente que se saquen los auriculares. Ante mi solicitud de desconexión la respuesta es: ‘¿Qué te molesta que tenga los auriculares puestos si igual te escucho?’. ¿Cómo explicarles que soy de la era en la cuál para escuchar hay que tener los oídos libres, al igual que para ver los dos ojos abiertos?
Cuatro o cinco alumnos sentados en los primeros bancos y dos sentados en los últimos, me miran a la espera de que comience a decir algo.
Al ver que sus compañeros no acusan recibo, comienzan a pedirme que comience con la clase. Que el que quiere escuchar, que escuche, y los que no que se la pierdan. Que a los que molestan los eche o les ponga una sanción.
Los miro detenidamente y me sincero. Les explico que no los entiendo. Yo viví mi adolescencia en una escuela autoritaria, en la cual TODO se arreglaba con sanciones disciplinarias. Les explico que yo no vine a dar clases particulares. Que los considero un grupo y es al grupo al que me voy a dirigir.
Es en ese momento en el cuál me quedo callada y comienza mi malestar.
Ya pasaron 15 minutos y nada… no paso nada… ¿O pasó mucho y no me di cuenta?
En mi cabeza comienzan a aparecer algunas preguntas: ¿Qué esperan de mí? ¿Esperan algo de mí?
Recuerdo, que cuando me recibí soñaba con parecerme a Robin Williams en “El país de los poetas muertos” donde el docente lograba que sus alumnos, acostumbrados al rigor, se sintieran partícipes de sus propios procesos de aprendizaje. Un profesor que pensaba en las necesidades de cada uno de los estudiantes e intentaba llegar a partir de sus contenidos a lo más profundo de sus sentimientos.
Y es así, como intento comenzar la clase. Casi pidiendo permiso para iniciar un diálogo, en el medio del murmullo, recibiendo a cambio el eco de mi mero monólogo. Poniendo sobre el escenario mis mayores estrategias de seducción para captar la atención de todos los adolescentes ubicados en sus bancos. Disfrazándome de todos los personajes que atraviesan la historia para acercarlos a nuestra realidad. Poniendo el cuerpo ante situaciones conflictivas. Presentando dilemas para lograr que en lugar de la indiferencia se instale la pregunta que desencadene el devenir del conocimiento…”
Volvamos al análisis. La escuela, y los adultos que en ella se encuentran, deben enfrentarse al desafío que la post modernidad propone.
En los últimos años, son cada vez más las posibilidades que nos otorga la tecnología para comunicarnos. Infinita variedad de teléfonos celulares y programas de computación, hacen que podamos ubicar la presencia de aquel a quien buscamos de manera inmediata.
Para los padres es una tranquilidad lograr saber donde se encuentran sus hijos a cualquier hora del día, y viceversa. Las parejas organizan sus familias vía mensajitos de texto.
Pero nada de todo esto garantiza que estos personajes que controlan el “estar” de sus semejantes, se comuniquen con ellos. Es sólo una garantía de presencia. Una seguridad ante la fácil ubicación del otro. Por otra parte, ésta no siempre implica comunicación. En este estilo de diálogo, el deseo del semejante, sus pesares y sus alegrías, no cobran protagonismo. Casi todo, lleva título informativo.
Me asombro al ver una publicidad en televisión que promociona el último teléfono celular que saldrá a la venta. Muestra a un hombre caminando por la calle, con auriculares en sus oídos, solo, escuchando una canción que no comparte con nadie. Mientras tanto se nos anuncia a nosotros, los posibles consumidores, las ventajas de dicho aparato que nos solucionaría la vida.
¿Serán estos artefactos reales facilitadores de la comunicación?
¿No tomarán un lugar ilusorio, donde el otro queda desdibujado, en “ausencia de presencia”?
Zigmunt Bauman, en “Amor líquido”, retomando a John Urry dice: “Las relaciones de co-presencia implican siempre cercanía y lejanía, proximidad y distancia, solidez e imaginación.”
Me pregunto si el aumento de los primeros términos, cercanía, proximidad y solidez, serán proporcionales al aumento de los elementos tecnológicos que se nos ofrecen. O en todo caso, cómo cambian los vínculos entre los sujetos a partir del surgimiento de dichos instrumentos.
Por otro lado, se modifica el lugar de la escuela como institución, ya que pasa de ser un espacio de formación e información con mayúsculas, en el cual los padres depositaban su confianza como educadora de sus hijos, a ser parte de una gran crisis de “marketing”, con el aluvión de estímulos de imágenes y sonidos con los que conviven nuestros jóvenes.
Y pensando en la construcción de subjetividad de nuestros alumnos, ¿Cómo influye esta nueva manera de vincularse en las relaciones dentro del aula, espacio en el que se comparte en grupo, donde la presencia del otro no puede ser eliminada con la utilización de un Mouse?
Nuestros alumnos acceden a la información que desean, en el momento que desean y con el formato que desean. Es así como tienen la posibilidad de “con sólo apretar un botón”, filtrar todo aquello que genere un conflicto. En pos de atrincherarse frente a la angustia de la incertidumbre, la tecnología les otorga la posibilidad de construir sus propias realidades.
Y en esta nueva realidad que se construye, la posibilidad de identificarse sólo con aquellos personajes que liberen de dicha angustia.
Los lugares de encuentro son virtuales, y construyen una realidad virtual.
Vivimos en una época donde la contradicción, nos invita a la reflexión. Vivimos bajo el paradigma de la modernidad, sustentado por las ideas liberales dominantes de La Revolución Francesa que enuncian como derechos “naturales, imprescriptibles e inalienables” aquellos que nos competen en tanto hombres: “La libertad y la igualdad de derechos”. Sin embargo, alcanza con prender la televisión, leer los diarios o simplemente mirar por la ventana, para darse cuenta de que eso no pasa.
El cartonero, el extranjero, el analfabeto, el desnutrido, nos muestran una importante paradoja: La segregación nos muestra la necesidad de que exista el que sufre, para asegurar que “el que sufre no soy yo. Diferenciando lo irreductible de lo real por fuera de lo propio, por fuera de un “Yo” guiado por el placer.
Volviendo al aula es mucho más “fácil y tranquilizador” ser miembro del grupo elegido. Si el pobre camina por la vereda de enfrente, eso quiere decir que el pobre no soy yo. Si el desnutrido vive en Tucumán, eso me garantiza que yo no voy a tener hambre. Si el extranjero es perseguido, eso quiere decir que puedo quedarme tranquilo en mi lugar. Entonces, solemos tranquilizarnos desmintiéndonos día a día, creyéndonos lejos de lo que nunca nos va a pasar.
Es interesante ubicar, cuál es el significante de la cultura con el cual se sienten representados los alumnos. Frente a la computadora pueden ser felices, exitosos, ya que los “emoticones” hablan por ellos.
La pregunta es cómo intervenir. La realidad virtual es construida, entonces, con los elementos del presente que permitan visualizar un futuro más prometedor y pretensioso.
¿No será que el desinterés que muestran los alumnos frente a la historia o frente al pasado, va por esta línea de análisis?
Y si es así ¿Por qué no se instala algo del orden de la palabra en lugar de esta sensación de indiferencia al saber? ¿Habilitarán los docentes este espacio, o sostendrán la hipótesis de que a los jóvenes no les interesa nada?
Cada sujeto tramita según su singularidad el malestar en la cultura, de acuerdo a sus posibilidades. Frente al conflicto entre las exigencias que le impone la cultura y la renuncia a la satisfacción de sus pulsiones, el sujeto encuentra una solución de compromiso vía sublimación. Me pregunto si esta indiferencia que percibimos hoy en día en los adolescentes dentro de la escuela, frente a ciertos contenidos planificados por la institución, no será del mismo orden. Un intento fallido por resolver lo irreductible del conflicto pulsional, tapándose los oídos con los auriculares, y de esta forma evitar anoticiarse de la angustia que genera dicha exigencia.
Es en este punto de análisis donde se instala la función paterna al servicio del conflicto entre cultura y pulsión, que siempre necesita la mediación de un Otro para tratar la imposibilidad que trae el conflicto en si. Ese Otro, en términos de función, son los docentes, la escuela, la familia. La invocación a ese Otro está orientada a que un sujeto advenga, para que pueda responder y ubicarse en la vida con un deseo singular.
La función paterna es la condición para la estructuración normativa del sujeto. Es la que logra introducir al “cuerpo del desborde pulsional” en una regulación social. Es la que habilita al sujeto y facilita su ingreso a cada cultura particular, con sus propias normas en relación a lo que se puede y a lo que no se puede, a las normas de alimentación, de aseo, abrigo y a su relación con el conocimiento.
La función simbólica anuda al sujeto con el lenguaje, y éste queda marcado por el saber que construyen las leyes.
En “Moisés y la religión Monoteísta”, Freud plantea el vínculo que existe entre la función paterna y el progreso cultural. Dicha función despierta en los sujetos disposición al saber y la inquietud por aprender.
Es llamativo lo que ocurre hoy día con los adolescentes. Es habitual observar distorsiones en esta disposición al saber, hasta llegar a lo patológico. Decidí nombrar a ciertas conductas que ocurren en el aula, a modo de síntomas típicos de los trastornos de la alimentación, pensando en la analogía que existe entre el comer (incorporar al cuerpo el combustible necesario para su funcionamiento) y el saber (incorporar a nuestra subjetividad elementos que nos forman y nos nutren): Muchos alumnos sufren de anorexia del conocimiento (saber, poquito y nada) o de bulimia del conocimiento (estudiar mucho y de memoria, sin ninguna elaboración y vomitar lo estudiado sin que quede algún registro). Para entender dichos síntomas escolares tenemos que hacer una lectura no sólo de la dimensión subjetiva de cada sujeto sino también de la dimensión social. Qué valores predominan en esta cultura, qué exigencias tiene la cultura en cuestión, qué conductas están desvalorizadas entre los adolescentes, etc.
La escuela media fue pensada en sus inicios, para un sector social de “elite”, donde la misma era ubicada en un sistema de valores diferentes a los que la sociedad propone y exige hoy.
La escuela para unos pocos elegidos se transformó en una escuela para todos, y ese intento de diversidad no llegó acompañado de cambios estructurales. Por lo tanto el éxito esperado del colegio como institución y de sus participantes trae aparejado un fracaso escolar masivo.
La institución educativa no tuvo en cuenta las diversidades sociales y culturales para su modificación y es así que acude a una respuesta más “clínica” para explicar su fracaso: El fracaso en la escuela media se suele explicar por un déficit en los alumnos. Pensar en una teoría del déficit, es darle un lugar al déficit sólo desde el sujeto que es visto como deficitario. Es pensar en un proceso de aprendizaje y no de enseñanza- aprendizaje.
Lo que la escuela media no se pregunta es, si responde a las necesidades e intereses de su población, tanto desde lo académico como desde lo social.
El adolescente (período de transición) se encuentra en un proceso de modificación de sus intereses y necesidades. La apatía, la indiferencia por los contenidos escolares, el descenso en el rendimiento dan cuenta de un cambio de estos, y de un empobrecimiento en sus mecanismos de comportamiento.
El oposicionismo, la inquietud, el negativismo, el rechazo, dejan visualizar
el movimiento de retracción que realiza el adolescente de todo lo dado para apartarse de ello y anticiparse o desplegarse en otros planos y esferas.
Estas modificaciones tanto internas como externas proponen al adolescente nuevos escenarios de interés.
Los complejos procesos de desarrollo por los que atraviesan los jóvenes, adquieren un movimiento donde se extinguen los viejos vínculos con el medio externo, y aparecen otros nuevos.
La sociedad le exige a la escuela media que capacite a los adolescentes para el mundo laboral. Pero la misma no sólo es constructora de recursos útiles para acceder a un empleo, sino co-constructora de otros ámbitos de socialización de las identidades de los sujetos.
Ahora bien, si la escuela se ve afectada fuertemente por los cambios sociales, culturales e institucionales ocurridos en las últimas década, podríamos entender que esta sensación de soledad que muchas veces sentimos los adultos frente a los jóvenes, el sentimiento de que “hablamos en distintos idiomas”, la frustración al creer que no nos escuchan al estar todo el tiempo conectados, no es más que un proceso propio de nuestra cultura post moderna. Y entonces nuestro malestar, no es más que una respuesta a la frustración que nos genera nuestra renuncia pulsional frente a esta cultura.
Ante este sentimiento sería interesante que nos replanteemos nuestro rol, para no caer en posiciones autoritarias o nostálgicas añorando a aquellos modos de ser de los docentes que conocemos de nuestra infancia.
Los maestros, en cuanto a la función paterna, son portadores de palabra.
Y frente a estas situaciones sintomáticas de la cultura escolar, es el deber de la escuela ejercer dicha función. Cuando la palabra pierde su eficacia simbólica el sujeto queda desamparado ante el empuje masivo y desregulado de las pulsiones. La palabra, puede estar destinada a acallar el dolor que ocasiona el crecimiento, a compensar las renuncias que exige el ingreso a la cultura.
Portando la función paterna los adultos que acompañamos en este arduo proceso a nuestros jóvenes, tenemos el desafío de agregar una palabra donde se instaló un silencio, para mostrarles las posibilidades sublimatorias que lo hagan olvidar de la urgencia de la pulsión.
Esto se logra a través de docentes que escuchen las necesidades de los jóvenes, que se sientan convocados por sus intereses.
Los adolescentes esperan de un Otro que los convoque, todo el tiempo, a la palabra. A encontrar espacios para cuestionar, desafiar y reeditar un pasado en función de un futuro.
En una época en la cual el “zapping” condiciona los vínculos, y en la que mediante el Chat logramos conversar con personas que desaparecen en tanto no queremos saber más de ellas, mediante el uso del Mouse y un simple “desconectar” nuestros adolescentes necesitan una palabra que se sostenga y evite quiebres subjetivos.
Una palabra clara que habilite a la palabra de ellos, para evitar instancias de violencia o actos impulsivos y desconectados.

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