Mirando por la ventana, la guerra de los Roses


Mirando por la ventana, la guerra de los Roses
Lic. Analia Goldin

El poco tiempo que duró el tratamiento de Tomás, me presentó hasta ahora uno de mis mayores dilemas de la clínica de niños: En el tratamiento de niños los padres llegan al consultorio por una determinada consulta acerca de sus hijos, e inmediatamente toman un lugar muy importante en el tratamiento. Sin su colaboración no existe el mismo. El trabajo analítico es familiar. Y las resistencias no son sólo del paciente sino también de los padres.
El dilema en el tratamiento de Tomás era cómo trabajar con los padres sin que se me pierda de vista mi paciente. Ocupaban un lugar muy grande en el discurso familiar, y poco espacio quedaba para la angustia del niño.
Tomás es un niño de 11 años que vive con su madre, su hermana de 8 y su hermano de 6.
La madre de Tomás realizó una consulta, ya que lo notaba violento con sus hermanos, poco comunicativo, desganado y aislado.
Su hipótesis era que se comportaba así debido a su relación con el padre. O la que quisiera tener con él.
Separados desde hace dos años, sus padres viven en una constante pelea, en la que el dinero toma un rol de gran importancia. Ella no trabaja y él ejerce su poder ante el sólo hecho de dar o no, su aporte económico.
El padre acuerda con el motivo de análisis. Se “auto responsabiliza” de lo que le pasa a su hijo y pidió ayuda para poder realizar un cambio.
Para mi sorpresa, también Tomás repitió el mismo motivo de consulta. Aseguraba que necesita tratamiento porque se pelea con sus hermanos y se porta mal.
“Quiero ser un buen chico”, fueron sus palabras en la primera entrevista. Cuando comencé a indagar acerca de qué era para él ser un “buen chico”, me dijo “Un buen chico no se pelea con sus hermanos, estudia en la escuela, hace las tareas, ayuda a su mamá”.
Algo me comenzaba a sonar raro: ¿Quién consultaba? ¿Por quién era la consulta? ¿De quiénes eran las palabras que emitía Tomás? ¿Para quién era un mal chico? ¿Para quién quería ser un buen chico? ¿Por donde se escabullía Tomás?
Cuando le pedí que me hiciera un dibujo, el primero que realizó fue la copia de un Spiderman que estaba impreso en una caja que le preparé. Copiaba con exactitud. Copiaba. Repetía. No creaba.
Mi primera hipótesis de trabajo fue, que Tomás se sentía mal porque sus padres no lo ubicaban en el lugar de hijo y lo participaban en sus problemas de pareja. Poco de su subjetividad se desplegaba en esa fantasmática familiar. Poco de su deseo se le permitía emerger.
Decidí trabajar en paralelo con los padres. ¿En que lugar estaba ubicado este niño en la pareja parental? ¿Estaban preocupados estos padres por su hijo o se servían de su conducta para seguir peleando y no separarse?
Comencé a trabajar paralelamente con los padres (por separado) y con Tomás en entrevistas individuales.
En las entrevistas con la madre y el padre por separado, de lo único que podían hablar era de su imposibilidad por cortar el vínculo entre ellos, a pesar de que ya estaban separados. Me interesaba trabajar con la madre su dificultad por “soltar” un poco a Tomás.
Una de sus quejas era, que ante su deseo de ir a la casa de sus compañeros de escuela, su madre no lo dejaba ya que todo le parecía peligroso. Sus argumentos eran que las madres de sus compañeros no eran confiables o que en la calle había muchos peligros. Tomás aceptaba esos argumentos sin cuestionar.
En las entrevistas, su mamá de lo único que podía hablar era del poder que el papá ejercía con el dinero que les pasaba, de lo poco que cumplía con los hijos. De cuentas pendientes y reclamos personales… pero de Tomás poco podía decir.
Ante mis intervenciones con respecto a su hijo y los “peligros inminentes” que ella veía a su alrededor, no acusaba recibo. Según sus relatos ella estaba todo el tiempo cerca, en el parque o en las actividades especiales, “porque le encanta mirarlo”. Intento trabajar con ella, pero el abandono del padre de sus hijos vuelve como respuesta a todos los problemas.
Tomás me cuenta que concurría con sus hermanos a talleres de teatro y comedia musical, porque su mamá lo creía lindo y necesario, pero él quería ir a una escuela de fútbol. Ninguno de sus deseos era tomado en cuenta, y cuando yo empezaba a ahondar en el tema en el transcurso de la consulta, se negaba a pensar. “No me gusta pensar”, era su respuesta ante cada ¿Por qué?.
En mis primeras entrevistas con el padre, me encuentro frente a un hombre que reconoce ser “todo lo que de él se dice.” ¿Quién dice?, me pregunto yo.
Dice que hasta ahora no supo cumplir con su rol de padre y según él, siente que lo perdió todo. Trabaja todo el día, pero su intención es recuperar todo el tiempo perdido con sus hijos.
A pesar de tener un régimen de visita que le permite llevarse a sus hijos todo un fin de semana, sólo los pasa a buscar dos horas los domingos, en las que van a comprar ropa o de paseo a algún shopping. Según el papá: “Lo único que les interesa es consumir.”
¿Qué otras cosas estará dispuesto a dar? ¿Qué pedirá su hijo cuando exige consumir?, pienso. Le propuse al padre trabajar acerca de su vínculo con Tomas. Casi de manera “Psico-Educativa”, lo invité a pensar en actividades que podría compartir con él, lugares para visitar o a que juegos jugar.
En esas entrevistas el padre me miraba sorprendido y entusiasta. Se comprometía a todo lo que se le proponía.
En el transcurso de esas semanas, Tomás venía contento a la consulta, contaba lo que había hecho con su papá el domingo anterior. Esta situación duró apenas dos semanas.
Durante este período del diagnóstico, ocurrió una escena que luego me sugirió el título de este trabajo.
En una de las consultas, Tomás llegó al consultorio y me dijo que se sentía mal. Comenzó a contar que durante ese último fin de semana, que había sido fin de semana largo, el papá los había llamado el mismo domingo para decirles que ese día se lo tomaría “franco” y que había decidido pasarlos a buscar el lunes. Un día después de lo que ya habían arreglado anteriormente.
En ese momento me pregunté: ¿Franco de quién? ¿Cuál era el trabajo del que descansaría su papá?
Luego de ese llamado, el lunes, cuando el padre llegó a la casa, con la intención de llevarlos a pasear como habían acordado, su mamá no lo dejó entrar. Argumentaba que él no había cumplido con el “contrato” de divorcio que decía que los tenía que pasar a buscar los domingos. Mientras los padres peleaban en la calle, Tomás y sus hermanos se encontraban asomados por la ventana. Sus hermanos lloraban. Él miraba. No podía llorar aunque hubiera querido hacerlo
Y así, me quedó más claro como funcionaba esta familia. Mientras los padres gozaban en sus peleas, Tomás miraba por la ventana y se ponía triste.
No opinaba, no cuestionaba, no se enojaba con ellos… sólo miraba.
En el consultorio no podía expresar los sentimientos que esa escena, y otras semejantes, le provocaban.
“Está bien lo que hizo mamá, está bien lo que hizo papá”… y él…. Mirando por la ventana, cómo sus padres se peleaban por un “contrato” que nada tenía que ver con su deseo. No era tomado en cuenta, salvo en cuanto a cantidad de dinero.
A partir de ese momento pensé en cambiar el foco de la atención.
Decidí no ver a los padres paralelamente al tratamiento de Tomás.
Si querían seguir peleando... que lo hiciesen en otro espacio.
Mi atención se estaba corriendo de quien era mi paciente. Yo también había quedado atrapada mirando por la ventana a estos dos adultos que se peleaban.
El tratamiento de Tomás siguió su curso, y cada día venía más triste a sesión. Entonces comenzamos a trabajar a cerca de las cosas que lo hacían ponerse triste.
Le costaba hablar de tristezas y de enojos. Me decía que todo estaba bien. Que sólo estaba cansado, pero yo me daba cuenta que algo más le pasaba.
En sesión sólo quería jugar a la “Guerra Naval”. Jugaba una guerra que sufría en su vida real. Su mirada cambiaba y se iluminaba cada vez que lograba “hundirme”.
Yo percibía que era él, el que se sentía cada vez más hundido en su propia tristeza.
Cuando le preguntaba con respecto a los cambios que se habían producido con su papá o con su mamá, me contestaba que todo estaba bien en ese momento, pero su expresión me decía otra cosa.
Después me enteré por la madre, que hacía dos semanas que el padre había vuelto a desaparecer. Sólo los venía a buscar nuevamente dos horas los domingos y les compraba ropa.
También desapareció del tratamiento. Faltó a las dos entrevistas a las que había sido citado. No me atendía más el teléfono.
Al poco tiempo, el papá decidió interrumpir el tratamiento de Tomás, argumentando que no quería pagar más. La madre dijo que suspendía el tratamiento hasta que ella pudiera sostenerlo económicamente
En la sesión de cierre, la cual sería nuestro último encuentro, le comenté a Tomás porque debíamos interrumpir el tratamiento. Cuando le pregunté que pensaba al respecto, me dijo: “Está mal que mi papá no quiera pagar”.
Lo invité a que hablara con él.
Luego levantó sus hombros y me preguntó: “¿Jugamos a la batalla naval?”. El resto de la sesión sólo jugamos. La hora que duró la sesión llegó a su final cuando nos encontrábamos en la mitad del partido. Le dije que debería quedar inconcluso.
“Guardo la hoja y lo terminamos en otro momento”, me aseguró sonriendo.
Lamenté no haber tenido más tiempo para pensar juntos el significado de que un papá no pague, y que hace un hijo ante eso.
Lamenté que ese papá que un principio pidió ayuda para cumplir su rol, decida sostener el rol de un padre fallido.
Lamenté no haber podido trabajar con esa mamá que pidió ayuda, y que no puede soltar a su hijo, desconociendo en algunos momentos que ya es un púber.
Lamenté que el tratamiento no pudiera continuar, pero aprendí que de eso también se trata. De reconocer que el tratamiento y el terapeuta tienen un límite.
El trabajo en la clínica de niños es familiar.
Y las resistencias no son sólo del paciente, sino también de los padres.
Lamenté no haber podido seguir trabajando con ellas.
Como ya dije, el partido había quedado inconcluso…

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