¿Cómo pedir ayuda? ¿Cuándo consultar?



Lic. Analia Goldin
Domingo a la tarde.  La familia está reunida en casa.
 
Laura, 15 años, está sentada frente a la computadora. De  sus orejas cuelgan unos novedosos auriculares que la aíslan del movimiento hogareño y la comunican vía web cam con  sus contactos en la red. 
Mientras tanto Hugo, su papá, escucha el partido  de  Boca-River, transmitido por Radio Rivadavia, a través de sus auriculares y Pablo de 18 mira absorto  la pantalla  de T y C  Sport en la que transmiten el mismo partido.
Rodrigo, de 12 años, conectado a su celular escucha música, mientras juega a la Play Station,  una batalla  que transforma su cara con expresión desesperada.
En eso entra María, cargada con las bolsas del supermercado, y pregunta: “¿alguien me puede ayudar?”  Silencio. Nadie contesta.
“Parece que en casa no hay nadie”,  dice finalmente.

        ¡Cuántas veces en casa hay alguien, pero la soledad es tan profunda! 
        ¡Cuántas veces estamos acompañados, pero nos sentimos tan solos! 
        Estamos rodeados de elementos electrónicos que nos ayudan a comunicarnos pero cada vez la incomunicación es más profunda.
Padres e hijos en una misma habitación y no saben de que hablar (¿o no pueden?)       
        Todos tienen algo que decir-se, pero, encerrados en sus propios registros, no pueden escuchar-se, o escuchar-los.
        En tiempos en que los medios nos dicen que los objetos nos pueden proporcionar éxito, progreso y bienestar, nos olvidamos de cuidar las cosas  fundamentales de la vida.  
          El reclamo de presencia, palabra o escucha, aparece en los niños desde el famoso “comprame” o “dame”, cuando la demanda es “contame”,  “escuchame”, “quereme”.
        Es por eso que en estos tiempos que corren y “que nos corren”, es imprescindible que nos detengamos a escuchar, y a escucharnos a nosotros mismos.

María entra a su casa y observa detenidamente el panorama. Ya en  la cocina, comienza a acomodar todo dentro de las alacenas y sus sentimientos más profundos “se distraen” pensando en que preparar para la cena.  Mientras tanto organiza mentalmente la semana: reunión con su jefe a las 9 hs del lunes, pedir turno para el oculista de Rodrigo, reunión de padres en la escuela de Pablo por el viaje de egresado, acompañar a Laura a la dermatóloga el martes, terminar las planillas que hay que entregar a la gerencia antes del miércoles, comprarle medias a Hugo, ir a la peluquería a teñirse…  en eso comienza a sentir un frío que le recorre el cuerpo.  Su corazón comienza a latir rápidamente y le transpiran las manos.  Una sensación de mareo la inunda y nuevamente ese temor certero: el corazón va a explotar.

       
       La crisis de ansiedad que siente María, la envuelve en un mundo en el que se sienten absolutamente desprotegida y vulnerable.  El miedo a morir, a desaparecer, es tan grande y angustiante que la paraliza.
       En general, es difícil  hablar de ese sentimiento. Inunda una desolación tan grande que no es explicable desde la lógica cotidiana.  Sólo una afección física lo puede explicar, y de ahí el intento de signarle un nombre a la enfermedad.
Muchas veces el síntoma es calmado al principio por la farmacología existente en plaza, pero la causa que dio origen a tanta angustia no es tratada y el síntoma reaparece o cambia.  Fue calmado el dolor físico pero no el dolor psíquico.
         Seguramente María  intento resolver sola esto que le pasa, pero sus esfuerzos resultaron frustrantes, y siente  que todo la supera. 
         Este el momento de pedir ayuda.  Alguien que intervenga en su soledad, que escuche sus palabras pero también que interprete sus silencios.
Un espacio propio que  no juzgue sino que contenga tanto dolor y ayude a su elaboración.
       
Ese es el lugar del analista.



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