Adolescentes en la trinchera
Griselda
Tignino, Analia Goldin
“Al desaparecer un mundo plagado de certezas y estar inmerso en un mundo
de incertidumbre, en medio de su búsqueda de identidad, el adolescente
construye su yo de un modo frágil. Y,
paralelamente, esta situación lo lleva a aferrarse a todo aquello que lo aleja
de la incertidumbre”.[1]
Cuando hablamos de adolescencia nos referimos a un período
de la vida lleno de cambios, rupturas, confrontaciones y resignificaciones.
Los adolescentes nos convocan a una ardua tarea. Exigen de nosotros modelos para imitar o
aborrecer, aceptar o confrontar. Van construyendo su identidad a la luz de
nuestros pasos, incluyéndonos y excluyéndonos, casi a modo de delivery. A la carta.
Reeditan su pasado, atragantándose con su presente, para armar un futuro.
Tanto los adultos como los adolescentes, vivimos este
período inmersos en una sociedad que comanda pautas culturales, mandatos
sociales y valores a seguir. Y atravesados por ésta, el adolescente construye
su subjetividad.
Durante mucho tiempo se explicó la etimología del término
adolescencia derivado del verbo adolecer, que conlleva al sufrimiento. Sin embargo el significado inicial de la palabra
proviene del latín adolescens, hombre
joven, participio activo de adolecere, crecer. (Luis Kanciper 2007).
En este período de crecimiento, el adolescente
atraviesa un gran trabajo psíquico.
Para Freud (1905) frente al camino a la exogamia en la
adolescencia transcurren transformaciones de dos tipos:
1)
La subordinación de todas las excitaciones
sexuales bajo la primacía de lo genital.
2)
El proceso de hallazgo de objeto,
con mandato genital y más allá de las figuras parentales.
Es en este período, que el joven se encuentra en la lucha
de la demanda de sus impulsos y de aquellas demandas que surgen de lo
social.
Siempre el adolescente confrontó para crecer. Esta es una variable fija de crecimiento.
Ya Sócrates dijo una vez: “Los jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida,
y les faltan al respeto a sus maestros”.
La posmodernidad, y con ella la
aparición de las nuevas tecnologías, nos
plantean un desafío.
La separación entre el mundo adulto y el mundo adolescente
no es sólo simbólica. Se nos presenta desde lo concreto: Nuestros adolescentes
nacieron en un mundo cibernético al que nosotros tenemos que adaptarnos. Lo que para ellos es parte de su vida, para
nosotros son adquisiciones que en el mejor de los casos irrumpen y nos plantean un gran desafío.
Nuestros jóvenes miran al mundo desde una mirada
tecnológica. Y ésta es inherente a la cultura de la sociedad actual.
Los medios de comunicación por excelencia, reemplazan al
diálogo que se confronta cara a cara con la realidad. No hace falta expresar y comprometerse con
los sentimientos ya que los “emoticones” lo hacen por ellos. También es el
medio por el cual muchos padres obtienen la seguridad de que sus hijos están en
sus casas casi todo el día, “acompañados” y exentos de los peligros de la
calle.
Entonces… nadie queda por fuera del consumo tecnológico,
éste brinda seguridad, control, compañía, comunicación, de manera simultánea,
ilimitada, rápida y concreta.
La pregunta que nos hacemos es, ¿Qué lugar ocupa dicha
tecnología en la formación de los adolescentes?
Ante las crisis interiores, propias de esta etapa (el duelo
por la muerte del niño que se fue, desasimiento de las figuras parentales,
irrupción de lo genital) y las presiones del medio, el adolescente empieza una
búsqueda de su propia identidad, de su “proyecto
identificatorio” (P. Aulagnier): “una
imagen de lo que se quisiera ser, valorada por sí mismo y por el entorno”.
Repetimos: el adolescente necesita de un adulto presente
frente a él para realizar sus duelos. Pero un adulto puching booll (A. Goldin,
2008). Que tuerza pero que no
caiga. Que alimente la fantasía de poder,
pero que no lo otorgue por completo. Los adultos están para ayudar al joven a
entrar en la responsabilidad, son con quienes tendrá que confrontar como parte
de la construcción de su identidad.
Y aparece aquí un gran problema de la post modernidad: hoy
los límites que diferencian a una generación de otra no son claros, están
difusos, mezclados. Hoy tenemos padres de adolescentes que aún viven en una “adolentización”
o
adolescencia tardía; encontramos poca diferencia entre ellos, se mezclan, se
imitan, y esto no permite la asimetría que se necesita para propiciar el crecimiento.
Si a esto le sumamos que nuestra sociedad no brinda los
medios para ayudar a los jóvenes a entrar en el mundo adulto, tampoco ofrece
recursos para que los chicos racionen su interés en otro tipo de objetos y
actividades, entonces ¿Cuál es la opción para ellos?
Los valores sociales se derrumban continuamente, los
valores de los propios padres se hunden ante la falta de medios o ante opciones
poco felices que ofrece la sociedad. Entonces ¿Con qué andamiaje crecen
nuestros adolescentes hoy? ¿Con qué se encuentran ante la búsqueda de sentido?
Seguramente allí los espera un vacío.
En un mundo carente de certezas los jóvenes buscan refugio
en las nuevas tecnologías. Conectados a
sus auriculares, se tapan los oídos ante la ausencia de una palabra que los
sostenga. Viven sus vidas “a lo
zapping”, pasando de escena en escena sin elaboración ni frustración ante
la pérdida.
Se instalan frente a la computadora que le permite el
acceso al otro, mediado por una pantalla.
En la búsqueda de referentes: “El adolescente puede crear una
trinchera identitaria, un búnker en el que se siente a salvo, un refugio que lo
protege de los fuertes temporales de la adolescencia (lo pulsional, lo social,
el vacío, etc.) y a veces defiende obsesivamente ese refugio para sentirse
seguro. Cuanto más fuerte sean los
vientos, más energía pondrá para construir esa trinchera”[2].
Es así como el adolescente se atrinchera en busca de cierta
calma y seguridad.
Hasta hace unas décadas, los adultos presenciaban este
aislamiento, pero su figura diferenciada les permitía a los adolescentes
alejarse y retornar.
Hoy en día el proceso de “separación-individuación” (Onetto,
2004) propio de esta etapa, se les dificulta ya que los adultos se mantienen
demasiado cerca. Son adultos-adolescentizados,
que no les permiten la confrontación.
En la post modernidad cambiaron los paradigmas, las
terminologías y los conceptos. A pesar
de que las relaciones humanas siguen siendo de co-presencia, deberíamos definir
como se significan. Deberíamos volver a
pensar conceptos como presencia - ausencia, cercanía - lejanía, proximidad
-distancia, solidez – imaginación. (Bauman, 2003).
La proximidad virtual que nos facilita la tecnología (constante,
inmediata) lejos está de garantizarnos por si sola acercarnos. Alimenta la fantasía de acceder al ser y al tener de manera casi ilusoria: “Soy
lo que quiero ser, cuando quiero y tengo todo lo que se me presenta ante mis
ojos”.
Y ante esta posibilidad
muchos chicos no soportan la angustia que les impone la realidad y prefieren encerrarse
en ese mundo imaginario, en ese mundo “del como si”, que la Web les ofrece.
Los chicos que pasan entre tres
y seis horas diarias acompañados de su computadora (70% Investigación llevada a
cabo por ARALMA. 2008), tienen allí casi todo su mundo: se comunican, se miran,
se emocionan, etc., además se puede agregar el tiempo de producción personal
necesario para luego exponerse y mostrarse en la red. Parece razonable ante
estos datos, manejar la hipótesis sobre la incidencia que tiene la falta de
control y regulación adulta en la vida de los jóvenes, paralelamente con la
falta de compañía y la consecuente soledad, es posible que esto genere un vacío
y posible sentimientos de depresión.
En un mundo donde los valores
estéticos exigen un ideal desmedido, los valores económicos comandan muchas
veces las decisiones, y el valor del saber está mediado por lo útil o lo inútil, es momento para que nos
preguntemos, cuál es nuestra responsabilidad como adultos ante este emergente y
qué otras opciones les damos a los jóvenes para que desplieguen su potencial.
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