Amores y desamores
 Del estrago de una madre al homicidio de una hija.
Capítulo de la serie de unitarios “Mujeres Asesinas”[1]. 
                     Lic. Analia Goldin                      


Una madre se entera del embarazo de su hija, y lo vive como una afrenta personal. Decide que la joven se tiene que someter a un aborto, sin siquiera preguntarle nada acerca de sus sentimientos ni del deseo de la joven. Nada se escucha. Un débil “mamá no quiero ir”, aparece entrecortado después de la única mirada que intenta poner algo de diálogo.

La escena es violenta. La madre faja el cuerpo de la joven como si fuera un objeto. Da vueltas alrededor de ella vendando su cuerpo, intentando que así desaparezca lo que sus propios ojos no quieren ver. Golpes duros, hebillas sujetando una figura sufriente.

Una sala de espera, y una última frase de la joven: “si me haces entrar, no te lo voy a perdonar nunca”, y una madre que hace caso omiso a la sentencia.

Una escena alrededor de la mesa, y una madre que elije la alimentación de su hija de manera invasiva “Comé pechuga que tiene menos grasa”. Un padre que pregunta “¿Pasa algo?”, como si estuviera fuera de la escena. Y ante el clima que se establece en la cena familiar se contenta con un “Tu hija es así; no le gusta hablar. En eso salió a vos”. Crece la tensión ante el tono provocativo de la madre al decir “… y encima estudia abogacía. Nunca vi a una abogada que no le guste hablar”. Lucía, sin levantar la mirada de su plato acusa a su madre de haberla obligado a estudiar abogacía, a lo que ella responde “Yo no te obligue; yo dije simplemente que sería bueno que estudies abogacía y así podrías trabajar en la escribanía con tu padre”. Parece ser que lo que la madre emitió como ¿consejo?, fue percibido como sentencia. Lucía no pudo percibir la diferencia al hipotecar su vocación. El clima que se vive en esa comida es de pura tensión. La única que mira a los ojos, con los suyos llenos de ira, es la madre. Tanto Lucía como su padre miran todo el tiempo hacia el plato. Fiel a la alianza parental el padre, se excluye de la escena y dice “Voy a terminar unas cosas de la oficina” dejando a la madre arrasar a su hija. Lucía, en su soledad y sin levantar la mirada de su plato informa: “Yo vuelvo tarde porque voy a salir”. Y ante un controlador “¿Cómo vas a salir? ¿A esta hora adónde vas a salir?” de la madre, el padre, cuya función está debilitada, tímidamente sale en defensa de Lucía intentando confrontar con su esposa, y mirándola por primera vez a los ojos dice: “Dejala vivir de una vez”. Inmediatamente recibe una fulminante mirada de su esposa que evita, intentando suavemente mirar a su hija enunciando un “Bueno… cuidate…eh?. En esta pareja parece no haber sintonía recíproca, a decir por Spivacow, y en la soledad del dormitorio su mujer hace caso omiso de lo sucedido y hablándose a sí misma, dice “No me gusta nada como está esta chica... no estará saliendo con alguien… Me mira mal como si yo le hubiera hecho algo… Tengo que estar atenta…No la puedo dejar sola…”[2]. Lucía ya está sola, a lo mejor desde siempre, y es probable que sus plegarias delirantes y la búsqueda de su hijo perdido, sean el camino que encuentra ante la imposibilidad de separarse simbólicamente de esa madre.

Diez años después, ante la pregunta del terapeuta de Lucía, lo traumático del aborto y ella duda de su posibilidad de ser madre. “No sé si voy a poder volver a quedar embarazada. No sé si me quedó algo en el útero”. No sólo de su vocación se adueñó esta madre.

Una madre que se mete literalmente en la bombacha de su hija, violando y violentando su intimidad frente a sus amigas, y una hija que solloza avergonzada y permite que su madre la desgarre sentenciando: “Aprende a poner las toallitas porque yo no voy a estar siempre para cuidarte”.

Ante la angustia de lo siniestro que aparece en esta familia, nacen en mí varias preguntas: El fin de la historia es una hija asesinando a su madre, pero, ¿Acaso esta madre no asesinó la subjetividad de su hija previamente, haciendo estragos a su subjetividad? ¿Qué pasó en el amor de esta madre hacia su hija? ¿La ama de una manera patológica que la anula? ¿Acaso hubo madre y hubo hija?

Hablemos de amores, y también de desamores. ¿De qué hablamos cuando nos referimos del amor de una madre? No es lo mismo hablar de maternidad que de maternaje. Cuando hablamos de maternidad nos referimos a lo biológico. En cambio maternaje alude a la función. Una madre en función de maternaje protege, acoge, aloja a un hijo, y es respetuosa de su deseo en tanto ajeno. La maternidad en sí misma no siempre da cuenta del amor de madre.

Los idiomas, muchas veces, no permiten pensar en la significación de las palabras en el entramado social. En hebreo hijo se dice “Ben”. Que proviene de la raíz del verbo “livnot”: construir. El amor entre una madre y un hijo es un proceso en construcción. Un hijo construye y es construido en vínculo a partir de esa madre que anhela, desea, y espera ser construida madre.

Es en esa construcción que se ponen en juego diferentes variables, diferentes territorios no sólo en la madre sino en el hijo y en el “entre” del vínculo a construir.

El maternaje lo podemos pensar desde el modelo de la complejidad de E. Morín, ya que es esperable que el vínculo madre – hijo siga el principio dialógico en el cual ambos términos del vínculo se reúnen y se ligan y a su vez se producen recíprocamente. Es el vínculo en sí mismo el que produce sujeto.

Muchos son los autores que intentan dar su voz para entender cómo se construye el vínculo madre-hijo. Piera Aulagnier habla de “violencia originaria”, entendiendo la intervención de los padres en su función significante capaz de anular algo de la alteridad del niño. Esta violencia es necesaria para garantizar la tradición y transmisión. La paradoja de dicho contrato narcisista, da cuenta de una madre que anula la otredad como modelo necesario, pero choca con “la diferencia del deseo del Otro” donde la diferencia radical del otro del vínculo va produciendo nuevos sujetos, conformando una relación con lo que excede y soporta la multiplicación de las diferencias. Exceso que desorganiza y da lugar a lo nuevo, al acontecimiento.

Hacer algo nuevo en el vínculo familiar es, a decir por Badiou, un camino de diferenciación y conjunción. Cómo se sitúa cada familia en su funcionamiento vincular les permite tender hacia la Producción de Diferencia o la Reproducción de Lo Mismo. La reproducción a pura repetición no da lugar al acontecimiento, a lo que vendrá, a lo nuevo. Diferenciarse es expandirse y dar lugar a la otredad. Todo vínculo de filiación se funda en “el deseo de transmitir”, y la transmisión necesita algo de Lo Mismo, pero el desafío de los padres es aceptar los cambios que la nueva generación incorpora a lo transmitido.

Janine Puget explica que el amor exige un registro del otro como un semejante. Lo piensa como una relación de poder de dos que sienten como dos, teniendo que hacer algo distinto de aquello que hacen cuando son uno. El amor debe ser pensado como un trabajo a realizar, dándole especial importancia a sus producciones. Es un movimiento de acercamiento y encuentro entre dos sujetos que irremisiblemente son dos, movidos por sus pulsiones sexuales y agresivas. Ambos “suponen” buscar y hallar un lugar común, y se encuentran con el obstáculo que cada cual es para el otro y que los obliga a hacer algo nuevo.

Y es desde esta reflexión que me pregunto por el amor de esta madre, la que no permite el espacio para que la joven aparezca en escena como “uno de dos”. Una madre que no tolera la producción de lo nuevo. Y lo nuevo que propuso la joven fue arrasado de una manera inhablitante.

El vínculo amoroso es, a decir por D.Waisbrot, “una construcción de verdad”, experimentada a partir del Dos y no del Uno, de la experiencia de la diferencia y no de la identidad.

El vínculo madre – hijo, exige un movimiento intersubjetivo en el cual una madre, que como ilusión muchas veces ve su hijo como idéntico, lo pueda registrar como un semejante. Un hijo que “estalla en sus diferencias todo el tiempo y rara vez está donde uno lo espera”[3]. Y allí, justamente, su condición de ajenidad, de irrepresentable, se torna inasible. Habrá siempre un resto que no se deja representar. Su presencia incluye ese resto, impide su totalización, haciendo estallar las coordenadas del saber acerca del otro. Nunca hay presencia plena, porque siempre está atravesada por lo inapropiable, por su ajenidad radical.

El otro como ajeno y no solo como diferente: ajeno en cuanto al inconsciente del otro y sus aspectos pulsionales, y los mecanismos de defensa de este. Una violencia sobre un estado de equilibrio del sujeto se convierte en una exigencia de trabajo psíquico que se resuelve en formaciones psíquicas individuales como vinculares.

¿A qué modelo de maternidad responde esta madre? ¿Por qué experiencias de subjetivación habrá pasado? ¿Cómo habrá sido su propia madre con ella? ¿La habrán escuchado? ¿La habrán querido? El psicoanálisis tradicional, se limita a intentar encontrar respuestas a estos interrogantes. El psicoanálisis vincular agrega que a pesar de que siempre existe algún tipo de repetición en el vínculo amoroso, su propio crecimiento nos aleja de aquello que traemos como conflicto infantil. Necesitamos que “el otro del vínculo” nos ayude para desligarnos de las ataduras con los objetos primarios. Esto se logra si cada sujeto acepta la presencia del “otro”, como “otro del vínculo”. Pero esta madre nunca se preguntó por el vínculo.

Lucía mira a su madre, y no puede dar cuenta de su deseo. Quietita ante una madre que la arrasa, parece un objeto, presa de la violencia de la escena en la que aparece una madre que no ve en su hija un “otro -diferente”. Pero entendiendo que “El otro” no es un objeto exterior con el que puede satisfacer lo que le falta, sino que en el otro encuentra sus semejanzas.

Si una madre sólo muestra frustración ante una hija que se animó a amar por fuera del vínculo, y eso le despierta una violencia que inhabilita el deseo de su hija, lejos estamos de ver un vínculo en crecimiento. Aparece una amalgama en la cual vive una o la otra. De ahí que la única manera de sobrevivir de la hija, (mejor dicho de comenzar a vivir) es eliminando a esa madre.

Erich Fromm en el libro “El arte de amar” dice: “La unión simbiótica tiene su patrón biológico en la relación entre la madre embarazada y el feto. Son dos y, sin embargo, uno solo. Viven «juntos» y se necesitan mutuamente. El feto es parte de la madre y recibe de ella cuanto necesita; la madre es su mundo, por así decirlo; lo alimenta, lo protege, pero también su propia vida se ve realizada por él. En la unión simbiótica psíquica, los dos cuerpos son independientes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de relación.”[4]

Lo saludable en el vinculo madre-hijo es que esa simbiosis comience su punto de partida en el momento del nacimiento, a partir de que esa madre comienza a ver y significar a ese hijo como otro, con sus propias necesidades, a las cuales ella deberá decodificar para ayudarlo a vehiculizar su propio deseo. La relación de Lucía con su madre no llegó a este final feliz, y continuó de manera simbiótica, conllevando un triste desenlace. Entre ellas se estableció un vínculo patológico, que no permitió el atravesamiento del amor.

Vínculo simbiótico del cual la joven quiso salir haciéndose escuchar en su débil “mamá no quiero ir”. Intentó buscar su independencia, separándose y desafiando el mandato materno. Intentó vencer su sumisión para poder crecer. Pero si la joven se separa ¿Qué es de la madre? En un vínculo simbiótico el dominador necesita al dominado para vivir. “Tengo que estar atenta”, dice la madre, y no registra como una amenaza la sentencia de la joven: “si me haces entrar, no te lo voy a perdonar nunca”.

Muchas veces escuchamos en el consultorio a mujeres que evidencian una relación con su madre desde la complacencia, la queja o el mutuo reproche, o aquellas que ven trabado su camino al deseo y la única manera de acceder a él es romper literalmente con sus propias madres. Su trabajo vincular se encuentra trabado.

Diez años después del aborto, Lucía se encuentra en tratamiento y se terapeuta indaga acerca de lo sucedido en la adolescencia. Lo dicho y lo no dicho, lo vivido y lo sufrido, irrumpe y lo tóxico de su vincular pugna por emerger. Su subjetividad se conmueve ante preguntas tales como “¿Te sentís culpable, Lucía?”.

A nuestra joven se le impone separarse del vínculo enfermizo con su madre. En el mejor de los casos “eliminar a la madre de la escena”, se realiza de manera simbólica. Lucía no lo logró. Era ella o su madre en la escena. Y decidió por ella. Lástima que no pudo eliminar a la madre que tenía internalizada, separándose de ella y comenzando su propia vida.






[1] http://www.youtube.com/watch?v=K9iEEY5xLBg


[2] http://www.youtube.com/watch?v=qP5TeuhIydY


[3] Daniel Waisbrot El trabajo del amor. La tensión entre amor sexual y amor filial. Psicoanálisis de las Configuraciones Vinculares, Tomo XXXIV, Nº 2, 2011, pp 97-107


[4] Erich Fromm. El Arte de Amar. http://espanol.free-ebooks.net/ebook/El-arte-de-amar-2/pdf/view

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